sábado, 24 de agosto de 2024

CARTA IV *CORNELIA BORORQUIA A SU PADRE ; EL GOBERNADOR*

CORNELIA BORORQUIA

PARÍS

 EDICIÓN-1819

CARTA IV

CORNELIA BORORQUIA A SU PADRE, EL GOBERNADOR

Prisión del Santo Oficio de Sevilla, 9 de Marzo.

Cuántos sobresaltos, cuántas penas deben haber asaltado vuestro corazón, adorado padre mío, desde el instante mismo del robo improviso de vuestra querida hija! Sumido en las más crueles penas, cercado de cuidados e inquietudes, vuestra vida habrá sido en todo este tiempo una muerte lenta y cruel.

 ¡Qué juicios, qué aventurados y negros juicios habréis formado de mí! Vagando de conjetura en conjetura, errátil de pensamiento en pensamiento, tal vez me habréis creído harto fácil e incauta para que olvidando los saludables consejos y preceptos que había mamado con la leche, pudiera espontáneamente abandonarme en los brazos de un amante. La salida de Vargas en el mismo día en que yo falté puntualmente de vuestra casa, os habrá quizá inducido en error.

 ¡Ah! Lejos, lejos de vos semejantes sopechas, que vuestra hija sabe respetar la virtud, y se jacta y lisonjea de haberlo aprendido y heredado de su padre; y el querer persistir siempre fiel a sus principios es la causa de su desgraciada suerte.

Acaso os parecerá increíble a primera vista lo que voy a deciros.

Yo he sido violentamente robada de vuestra casa, sí, violentamente robada.

Mas, ¿quién ha sido el raptor? ¡Ah, qué horror, qué monstruosidad! Aquel personaje que tanto fingía amaros, aquel hombre que tiene tanta fama de honradez en todo el reino, aquel sabio varón, cuya santidad aneja a su ministerio es tan altamente proclamada y creída por todo el mundo, aquel orador que tan a menudo recomienda en el púlpito la decencia a las doncellas, la fidelidad a las casadas, la castidad a las viudas; el Arzobispo de Sevilla en fin, élmismo, él mismo ha sido el que después de haberme armado en secreto bajo la capa de piedad mil enredosos lazos, el que después de haber tentado en vano todos los medios para seducirme, tomó el expediente de arrebatarme de vuestro cariñoso seno del modo más infame, sobornando a vuestro criado el sencillo Perico, y comprando cuatro hombres viles para que ejecutaran con feliz éxito su inicuo proyecto.

En efecto, estos desentrañados monstruos me sacaron de vuestra casa a las doce y media de la noche, y me condujeron casi a las rastras hasta esta ciudad, donde el Arzobispo me estaba ya esperando con la mayor impaciencia en su palacio. ¡Qué jubilo, qué gozo manifestó al verme entrar allí! ¡Oh cuánto, cuánto tuve que sufrir a mi llegada! Promesas, ruegos, caricias, protestas, juramentos, violencias... Pero de todo, de todo triunfó mi denuedo; no, no cometáis la ligereza de creerme fácil y culpable: oídme, oídme.

El abandono de este hombre, su maldad, su grosería, su barbarie, sus modales indecentes, sus ojos llenos de fuego indigno, su semblante halagüeño en apariencia y pálido y colérico en realidad, su postura indecorosa y liviana, todo, todo hubiera extinguido aun en la mayor prostituta la más leve chispa de los placeres del amor. ¡Qué! Un prelado que en la cátedra del

Espíritu Santo fulmina celoso rayos y centellas contra el vicio, un prelado a cuya presencia se prosterna humildemente el pueblo entero, esperando con ansia su santa bendición; un prelado en cuya alma está grabado el indeleble carácter de un ungido del Señor, ¡atreverse a hollar las leyes celestiales de la amistad, robando violenta e ignominiosamente a un amigo suyo su hija única, es decir, el consuelo de su alma y la alhaja más estimada de su corazón!

¡Osar manifestarla con el mayor descoco su sacrilega pasión, pretender imperiosamente mancillar su honor, querer saciar su brutal apetito a costa de cuanto hay más sagrado y respetable en el mundo! ¡Ay de mí! ¿Quién no mirará a un hombre semejante como un horrible y evitable monstruo, más digno de habitar en los áridos desiertos de la Arabia, que de regir y gobernar en los cultos países de la cristiandad?

Por lo que a mí me toca, le detesto y abomino mortalmente. ¡Qué hombre tan perverso!

No contento con haberme injuriado tan gravemente, querido padre mío, no satisfecho con haberme hecho sufrir toda especie de humillaciones, ha llevado su odiosa e injusta venganza hasta el extremo de privarme cruelmente de la luz del día, haciéndome poner en el más lóbrego calabozo del Santo Oficio, para ablandar mi empedernido corazon (éstas son sus expresiones).

Pero, ¡ay!, mi corazón sabrá sufrir y endurecerse más y más, y aborrecer de día en día al que no es acreedor ni aun a ser siquiera amado de las bestias feroces.

¡Oh, cuánto, cuánto llagaría yo vuestro tierno y sensible pecho, si os refiriera menudamente las vejaciones que he padecido, las inmensas penas que han angustiado mi alma desde que me arrancaron de vuestros amorosos brazos, y el espantoso terror que ha producido en mi espíritu mi afrentosa e injusta prisión!

Para que forméis una tosca idea del lúgubre albergue en que moro, del género de vida que tengo, del cúmulo de trabajos y tormentos que sin cesar me sitian, bastará deciros que el Dios cruel y vengador que nos pinta y representa nuestra augusta y sagrada religión, no puede haber preparado a los réprobos un castigo tan crudo y terrible como el que padecen aquí los infelices presos15.

¡Ah! Si las cavernas, si las cuevas, si los calabozos del infierno son más tristes, más inhabitables, más espantosos que los de esta cárcel, entonces Dios, en vez de ser el padre de los hombres, es su más cruel e inhumano verdugol6. Mas, ¡qué digo, ay de mí! El pecado es una ofensa hecha al criador y merece sin duda un eterno y riguroso castigo.

 Perdonad, padre mío, los extravíos de mi exaltada imaginación: no, no, jamás, jamás dudaré

de lo que me habéis enseñado en mi niñez, y a pesar de los innumerables lazos que suele armar el enemigo común en la adversidad a las almas flacas y débiles, ayudada con los auxilios de la divina gracia, siempre procuraré ser fiel a sus gratos llamamientos.

Yo sufro, pero soy inocente, y esta sola reflexión me consuela y tranquiliza. ¿Podrá Dios permitir que la verdad se obscurezca, que giman oprimidas las almas justas y que triunfen orgullosos los malvados? ¡Ah! No. Yo tengo una prueba convincente de que la providencia quiere solamente probarme, pues habiendo llevado con paciencia todos los rigores y tormentos de la prisión, ha dulcificado en cierto modo mi suerte y premiado mi conformidad. Mi mayor pena era el verme privada de la correpondencia de mi querido padre, sin poderle

dar parte de mi paradero y situación, y sin poder invocar su amparo y patrocinio. Esto me hacía mirar muy lejana la esperanza de mi vida y de mi libertad, y quejarme tan amargamente de mi suerte como se lamenta de la suya el triste marinero, cuando impelido su bajel  de la furia de una tempestad horrible, ve levantarse las soberbias ondas para sumergirlo en el centro del profundo y vasto piélago, y divisa muy lejos de allí el puerto donde poder salvarse de tan peligroso riesgo.

Mas ¡cuán incomprensibles son, padre mío, los juicios del Altísimo! Cuando estaba ya casi desesperanzada de poder participaros mi infausto destino, he aquí que una noche veo entrar en mi prisión a nuestra antigua criada, la virtuosa Lucía. Su vista fue para mí un asalto improviso que produciéndome una agradable turbación, me embarazó la palabra, anudó mi lengua y anegó mis ojos en lágrimas. Entretanto ella, notándome perturbada por mi silencio, se acerca con una palmatoria que traía en la mano, me mira con cuidado, me reconoce, lanza un grito de indignación y se cuelga asustada de mi cuello. Oprimido su corazón, permaneció un largo rato en esta posición, hasta que ya en fin salió a sus bellos ojos deshechos en lágrimas su extrema pena y agitación. Entonces me preguntó aquejada la causa

de mi prisión y yo, recobrada ya de la primera sorpresa, la hice la más melancólica pintura de mi miserable estado. No pudo oír sin estremecerse mi dolorosa relación: confusa, trémula y convulsiva, apenas podía sostenerse en pie.

Mas recobrándose en breve, me dijo que había entrado al servicio de un inquisidor, y que como se había despedido la carcelera que cuidaba de las mujeres presas, ella había sido interinamente comisionada para cuidarnos, y que en esta atención me haría todos los servicios que pudiera sin comprometerse.

Entonces yo la manifesté el vivo deseo que tenía de escribiros, y ella accedió a mi demanda, trayéndome la mañana siguiente recado de escribir. ¡Cuántas bendiciones, cuántos elogios la profirió en esta ocasión mi labio! ¡Qué estrechos abrazos la di yo entonces! ¡Qué mujer tan tierna, qué sensible, qué humana! ¡Ah! Premie, premie Dios sus virtudes. Sin la Lucía, mi suerte se hubiera empeorado y tal vez yo no existiría ya, porque la carcelera que teníamos antes era una mujer insensible, bárbara, dura e inhumana, y tal cual nuestros rígidos jueces la desean. ¡Cuán diferente es la Lucía! ¡Ojalá que pueda yo algún día recompensar su celo compasivo! Por ella os avisaré de cuanto me acontezca, y vos me podréis

enviar por este medio vuestra bendición paternal, sin que os tenga que afligir mucho mi suerte, atendido que soy inocente en todo cuanto quieran imputarme, como espero que veáis en breve.17

Recibid, amado padre, mis tiernos abrazos, y en ellos todos los sentidos, todas las potencias, todo el corazón, toda el alma de vuestra afectísima hija.

 

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