CORNELIA BORORQUIA
PARÍS
EDICIÓN-1819
CARTA V
Meneses al Gobernador
Sevilla, 7 de Marzo.
DESPUES de mil vanas pesquisas que hice para descubrir al presupuesto raptor de vuestra hija, le encontré en fin sin buscarle en casa de un caballero de esta ciudad. En virtud de la pintura que de él me hacíais en vuestra carta, su solo aspecto me causó tal indignación, que montado en cólera iba ya a clavarle el puñal en el pecho, cuando un impulso interior detuvo por fortuna mi brazo. Sin embargo no pude contener mi lengua; y lleno todo de indignación e ira, le dije con imprudencia delante de todos los que se hallaban presentes:
«Caballero, aunque sois hijo de buenos padres, degradáis su honor y el vuestro con vuestra negra conducta. Un villano, un pechero no hubiera procedido tan bajamente como vos con el Gobernador de Valencia. Vuestra perfidia merecía ciertamente otra perfidia; pero tengo a menos ensuciar cobardemente mi mano en la sangre de un hombre sin honor.
¿Dónde está pues Cornelia Bororquia?».
Así como un torrente impetuoso que acrecentado por las lluvias del invierno baja precipitada y rápidamente desde una pendiente y elevada montaña, y arrebata con su furor todo cuanto encuentra por delante, de esta misma manera enfurecido e irritado el joven Vargas al oír estas provocativas palabras, se levanta furioso del asiento, me arremete, y agarrándome con intrepidez de los cabezones de la camisa, me maltrata notablemente.
Yo, considerándome ofendido, echo mano de mi espada, le embisto y le hiero mortalmente.
Dejo a vuestra consideración la consternación que causaría en la casa este inesperado acontecimiento. El espanto y el dolor se apodera de todos los corazones: el llanto y los lamentos llenan toda la casa de desorden,confusión y terror: a sus ojos turbados y lagrimosos
sólo se presentaba el luto y la desolación. El dueño de la casa, su esposa, dos señoritas que allí estaban, otros dos caballeros, los criados que acudieron a los gritos, lloran, gimen, suspiran, enmudecen y se asombran de ver aquel sangriento espectáculo, y por un largo espacio de tiempo todo fue en aquella casa angustia y tribulación.
Entretanto el mal herido Vargas se quejaba amargamente. Se dispuso llamar a los facultativos, quienes viendo la profundidad de la herida, desesperaron enteramente de su cura. Sin embargo le aplicaron algunos remedios para mitigar los agudos dolores. ¡Desventurado caballero! ¡Que no me hubiera a mí tocado su suerte! ¡Ay mísero de mí! Vuestra ceguedad, y no sé si diga vuestra inexcusable ligereza me han hecho cometer un crimen que atormentará mi conciencia para mientras viva.
El honrado don Bartolomé está bien ajeno de haber hecho lo que se le imputa, y yo no sé cómo pudisteis hacer recaer sobre él la menor sospecha, siendo así que cuando salió de ésa para ésta se despidió cortésmente .de vuestra casa, que vos mismo le disteis cartas de recomendación para el Conde*** y otras personas de esta ciudad, y que en fin vino aquí con vuestro agradecimiento a evacuar cuanto antes sus negocios con el fin de volverse a ésa a celebrar al instante el pactado matrimonio con vuestra hija.
Mas yo estaba ignorante de todo esto, y así, habiéndome salido atónito y confuso luego que pasaron aquellos primeros impulsos del dolor, para recoger si era posible a vuestra hija, después de mil pasos y diligencias que hice, saqué en limpio, ya por los criados de Vargas, ya por los dueños de la casa en que posaba, y ya en fin por otras varias personas dignas de crédito que le habían acompañado casualmente en su viaje, que no había traído consigo alguna joven.
Este fatal desengaño me obligó a presentarme al instante en la casa donde se había pasado la tragedia, y confesar’ delante de todo el mundo mi imprudencia y barbaridad, manifestando al mismo tiempo mis vivos deseos de echarme a los pies de Vargas y pedirle perdón de mi grosero error.
Con efecto, el humano joven accedió a mi súplica, y en fin llegó el momento de comparecer a su presencia: momento en el que cubierto todo de confusión y vergüenza, apenas yo era dueño de mover el pie para acercarme a la puerta de su habitación. Perplejo, temeroso e inmutado, variaba allí mis pasos, ideas y pensamientos, al modo que el tímido piloto de un navio cuando al verse ya próximo al embocadero de un río, o a la vista de un cabo en donde el viento es siempre inconstante, bordea y muda a cada paso de velas. Mas ya en fin me resuelvo... entro... ¡Qué pesares y remordimientos me causó esta entrevista!
¡Con cuánta cortesía, con qué afabilidad, con qué aire de bondad escuchó mis disculpas!
Comencé a leerle vuestra carta; pero ya desde los primeros renglones un terrible temblor se
apoderó de sus miembros, un sudor frío aumentó la palidez de su semblante, y no pudiendo soportar la lectura, me abraza, se rinde a la opresión de su alma y cae sin aliento en mis brazos. ¡
Con cuántas lágrimas bañé yo entonces su rostro pálido y triste! ¡Cuántos suspiros exhalé mirando sus ojos opacos y turbados! El tropel de imaginaciones, de penas y aflicciones que a la sazón me asaltaron es imponderable. Vuelto en sí, lanza un tierno suspiro de lo íntimo del corazón, saca un retrato de Cornelia que tenía debajo de la almohada, le mira como un hombre que ofuscado de la obscuridad no distingue apenas lo que se le presenta a la vista, le colma de besos, vierte una y mil veces sobre su exánime y fría imagen el más abundante y lastimoso llanto, le quiere hablar y no puede, y en fin después de algunos minutos
prorrumpe como espantado y aturdido en estas voces:
«¡Dios mío!, ¿qué es lo que me pasa? ¡Cornelia robada, y yo creído su raptor! Soy el más miserable de los hombres. Sin esperanza... sin honor... sin consuelo... ¡Oh suerte! ¡Oh dura pena! Mi dolor, mi desesperación... ¡Oh suceso inesperado! No, no me será tan sensible la muerte como la deshonra.
¡Cornelia, amable y virtuosa Cornelia! ¿Tú en manos de otro? ¡Ay infeliz de mí! ¡Pobre inocente! No, tú no eres culpable...
Algún pérfido te ha fascinado... ¡Ah! Ni aun eso tampoco... una mano violenta... ¡Mas tu padre, tu padre, ay cielos! Este golpe me faltaba: me horrorizo sólo al pensar que el padre de Cornelia es mi enemigo, mi más encarnizado enemigo...».
Rodeado yo hasta entonces de las más negras memorias, acometido de las más serias consideraciones, luchando con la ligereza de mi conducta y con mis remordimientos, no había osado proferir ni una sola palabra; pero meditando el mal efecto que podría causar al enfermo el dejarle abandonado a tan dolorosas reflexiones, procuré consolarle del mejor modo que pude, asegurándole vuestro arrepentimento y jurándole vuestra amistad.
Esta protesta pronunciada con un tono de seguridad infalible le tranquilizó algún tanto; pidió un alimento, y después de haberle tomado, exhalando un suspiro lastimoso del fondo de su angustiado pecho, dio fin a sus lastimeras exclamaciones y quedó rendido a un pesado y confuso sueño. Yo me retiré sin despedirme, pero le he vuelto a ver varias veces. ¡Qué dolor! Los médicos desesperan enteramente de su vida, y en su rostro pálido y macilento se asoma ya la imagen de la muerte. Antes que ésta suceda, creo que tendréis lugar para cumplir con la obligación que os imponen la religión, el honor y la humanidad.
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