miércoles, 21 de agosto de 2024

HISTORIA, PROGRESO Y SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA 231-234

HISTORIA, PROGRESO Y SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA

SIGLO XVI.

 THOMAS McCRIE,

D. D. PAUL T. JONES, AGENTE EDITORIAL. 1842

231-234

En este auto de fe fue quemada la efigie del licenciado Zafra, cuya providencial huida se ha mencionado. Entre los penitentes que comparecieron en la presente ocasión, uno merece ser mencionado como muestra de la lenidad con que los inquisidores castigaron un crimen que, en España, debió ser castigado con la más ejemplar venganza.

El criado de un caballero del Puerto de Santa María, habiendo atado una cuerda a un crucifijo, lo escondió, junto con un látigo, en el fondo de un arca, y yendo a Triana, informó a los santos padres que su amo tenía la costumbre de azotar la imagen todos los días.

El crucifijo fue encontrado en el lugar y situación descritos por el delator, y el caballero fue arrojado a las cárceles secretas. Afortunadamente para él, recordó una disputa que había tenido con su sirviente, y logró probar que la acusación tenía su origen en una venganza personal.

Según las normas del Santo Oficio, el sirviente debería haber sufrido la muerte; pero fue simplemente sentenciado a recibir cuatrocientos azotes y a ser confinado a seis años en las galeras. La ejecución parece haber sido limitada a la primera parte de la sentencia, que, según un principio de represalia digno del ingenio de la Inquisición, fue considerada como expiatoria de la supuesta indignidad hecha al crucifijo.:}:

*** * Montanus, p. 210-313. Geddes, Miscel. Tracts, vol. i. p. 574. Llorente, ii. 268-271. t Véase antes, p. 183. Llorente, ii. 256. Skinner menciona, entre los "quemados en Sivil en el año de Nuestro Señor 1559, a Juan de Cafra, padre del que escapó de la prisión, de lo cual se hace mención en el fol. 4, cuyo retrato no obstante fue quemado al mismo tiempo." Si esta última es la persona a la que se refiere el texto, debe haber estado casado en privado; pues la persona que se menciona a continuación en la lista de Skinner es "Francisca López de Texeda de Manzanilla, esposa del mismo partido que escapó." (Registro adjunto a la traducción de Montanus, sig. D d. iij. b.) La misma lista contiene los siguientes nombres: " Medel de Espinosa, bordador, condenado sólo por recibir en su casa ciertas obras de Lutero que fueron traídas de Alemania. Luis de Abrego, un hombre que solía ganarse la vida escribiendo misales y otros libros eclesiásticos." t Llorente, ii.***

 271 El segundo gran auto de fe en Sevilla tuvo lugar el 22 de diciembre de 1560, después de haber sido demorado con la esperanza de la llegada del monarca. Fue en esta ocasión cuando se presentaron y quemaron las efigies de los difuntos doctores Egidio y Constantino, junto con la de Juan Pérez,* que había huido. Catorce personas fueron entregadas al brazo secular y treinta y cuatro fueron condenadas a penas inferiores.!

 Julián Hernández estaba en la primera clase, y la escena final de su vida no deshonró su anterior osadía y fortaleza. Cuando lo llevaron al patio de Triana la mañana del auto, dijo a sus compañeros de prisión: "¡Ánimo, camaradas! Ésta es la hora en que debemos mostrarnos valientes soldados de Jesucristo. Demos ahora testimonio fiel de su verdad ante los hombres, y dentro de pocas horas recibiremos el testimonio de su aprobación ante los ángeles y triunfaremos con él en el cielo." Lo silenció la mordaza, pero continuó animando a sus compañeros con sus gestos durante todo el espectáculo.

 Al llegar a la hoguera, se arrodilló y besó la piedra sobre la que estaba erigida; luego, levantándose, metió una y otra vez su cabeza desnuda entre los haces de leña, en señal de que daba la bienvenida a esa muerte que era tan terrible para otros. Atado a la hoguera, se dispuso a orar, cuando el doctor Fernando Rodríguez, uno de los sacerdotes asistentes, interpretó su actitud como una señal de coraje menguado, y convenció al juez para que le quitara la mordaza de la boca. Después de haber hecho una confesión sucinta de su fe, Julián comenzó a acusar a Rodríguez, a quien había conocido anteriormente, de hipocresía al ocultar sus verdaderos sentimientos por miedo al hombre.

El sacerdote irritado exclamó:

 "¿Es posible que España, la conquistadora y señora de las naciones, tenga su paz perturbada por un enano? Verdugo, cumple con tu oficio".

* ***Véase antes, pág. 152. t Según la narración de John Frampton, treinta personas fueron quemadas y cuarenta fueron condenadas a otros castigos en esta ocasión; pero siendo él mismo uno de los prisioneros, fácilmente podría equivocarse al calcular sus números. (Anales de Strype, vol. i. pág. 244.) ******

La hoguera se encendió al instante, y los guardias, envidiando la firmeza inquebrantable del mártir, terminaron sus sufrimientos hundiendo sus lanzas en su cuerpo.*

 No menos de ocho mujeres de carácter irreprochable, y algunas de ellas distinguidas por su rango y educación, sufrieron la más cruel de las muertes en este auto de fe. Entre ellas estaba María Gómez, quien, habiéndose recuperado del trastorno mental que la aquejó, había sido recibida de nuevo en la comunidad protestante y cayó en manos de la Inquisición. Apareció en el cadalso junto con sus tres hijas y una hermana.

 Después de leer la sentencia que las condenaba a las llamas, una de las jóvenes se acercó a su tía, de quien había aprendido la doctrina protestante, y, de rodillas, le agradeció todas las instrucciones religiosas que había recibido de ella, imploró su perdón por cualquier ofensa que pudiera haberle dado y le pidió su bendición antes de morir.

 Levantándola y asegurándole que nunca le había causado un momento de inquietud, la anciana procedió a animar a su obediente sobrina, recordándole el apoyo que su divino Redentor les había prometido en la hora de la prueba, y las alegrías que las esperaban al término de sus momentáneos sufrimientos.

 Las cinco amigas se despidieron entonces con tiernos abrazos y palabras de mutuo consuelo. La entrevista entre estas devotas mujeres fue observada por los miembros del Santo Tribunal con una compostura rígida en el semblante, sin perturbarse ni siquiera por una mirada de desagrado; y la superstición y la costumbre habían dominado tan completamente las emociones más fuertes del pecho humano, que ni una sola expresión de simpatía escapó de la multitud al presenciar una escena que, en otras circunstancias, habría desgarrado los sentimientos de los espectadores y los habría llevado al motín. 4 * Montanus, pág. 220-222. Histoire des" Martyrs, f. 497, b. Geddes, Miscel. Tracts, vol. i. pág. 570. Llorente, ii. 282. t Véase antes, pág. 163, 164. $ Montanus, pág. 85, 86. Llorente, ii. 185-187.

 

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