domingo, 11 de agosto de 2024

SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA SIGLO XVI. - RODRIGO DE VALERA

HISTORIA, PROGRESO Y SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA

SIGLO XVI.

 THOMAS McCRIE,

D. D. PAUL T. JONES, AGENTE EDITORIAL. 1842

115-118

Valera había adquirido un ligero conocimiento de la lengua latina en su juventud.

 Entonces consiguió una copia de la Vulgata, la única traducción de la Biblia permitida en España; y, a fuerza de aplicación, día y noche, se hizo maestro de la lengua; en poco tiempo, llegó a conocer tan bien el contenido de las Escrituras, que podía repetir casi cualquier pasaje de ellas de memoria y explicarlo con prontitud e inteligencia maravillosas

. Si tenía otros medios de instrucción, o cuáles eran, debe permanecer en secreto; pero es cierto que fue llevado a formar un sistema de doctrina no diferente del de los reformadores de Alemania, y a sentar las bases de una iglesia en Sevilla que era luterana en todos los artículos principales de su creencia. Cuando Valer hubo informado y satisfecho su mente en cuanto a las verdades de la religión, abandonó esa vida solitaria que había elegido como instrumento y no como fin.

Volvió a la compañía, pero con un espíritu y una intención muy diferentes.

Su gran deseo era ahora transmitir a los demás esas impresiones de la verdad divina que se habían formado en su propia mente. Con este fin, cortejó la sociedad del clero y los monjes, con quienes trató, primero por medio de argumentos y persuasión, y luego en el estilo más severo de reprobación. Les expuso la deserción general, entre todas las clases, del cristianismo primitivo, tanto en cuanto a la fe como a la práctica; la corrupción de su propio orden, que había contribuido a propagar la infección por toda la comunidad cristiana; y las sagradas obligaciones que tenían de aplicar un remedio rápido y completo al mal antes de que se volviera completamente incurable.

Estas representaciones iban acompañadas uniformemente de una apelación a las Sagradas Escrituras como la norma suprema en religión, y de una exposición de las principales doctrinas que enseñaban.

Cuando el clero, cansado del tema ingrato, rehuía su compañía, él se interponía en su camino y no dudaba en introducir sus temas favoritos pero peligrosos en los paseos públicos y otros lugares de reunión.

Sus exhortaciones no carecían totalmente de éxito; pero en la mayoría de los casos sus efectos eran los que se podían haber esperado de la situación y el carácter de aquellos a quienes iban dirigidas. La sorpresa provocada por su primer discurso dio paso a la indignación y al desdén.

No era tolerable que un laico, y alguien que no tenía pretensiones de saber, se atreviera a instruir a sus maestros y arremeter contra doctrinas e instituciones que eran tenidas en reverencia por la iglesia universal y sancionadas por su máxima autoridad.

¿De dónde había obtenido su pretendido conocimiento de las Escrituras? ¿Quién le dio el derecho de enseñar? ¿Y cuáles eran los signos y pruebas de su misión? A estas preguntas,

 Valera  respondió con franqueza, pero con firmeza, que era cierto que había sido educado en la ignorancia de las cosas divinas: había derivado su conocimiento, no de las corrientes contaminadas de la tradición y las invenciones humanas, sino de la fuente pura de la verdad revelada, a través de la enseñanza de ese Espíritu por cuya influencia se hacen fluir aguas vivas de los corazones de aquellos que creen en Cristo; No había ninguna buena razón para suponer que estas influencias se limitaban a personas del orden eclesiástico, especialmente cuando estaba tan profundamente depravado como en la actualidad; hombres privados e iletrados habían convencido a un sanedrín erudito de ceguera, y llamado a todo un mundo al conocimiento de la salvación: él tenía la autoridad de Cristo para advertirles de sus errores y vicios: y nadie requeriría una señal de él excepto una raza espuria y degenerada, cuyos ojos no podían soportar el brillo de esa luz pura que exponía y reprobaba sus obras de oscuridad.

No era de esperar que se le permitiera por mucho tiempo continuar con esta conducta ofensiva. Fue llevado ante los inquisidores, con quienes mantuvo una disputa viva sobre la iglesia, las marcas por las que se distingue, la justificación y otros puntos similares.

En esa ocasión, algunos individuos de considerable autoridad, que habían bebido secretamente sus sentimientos, se esforzaron en su favor.

 Su influencia, unida a la pureza de su ascendencia, la posición que ocupaba en la sociedad y la circunstancia de que sus jueces creían o querían que se creyera que estaba loco, le procuraron una sentencia más suave que la que ese tribunal celoso e inexorable solía pronunciar.

Fue despedido con la pérdida de sus bienes. Pero ni la confiscación de bienes ni el temor a un castigo más severo pudieron inducir a Valera a cambiar su conducta. Cedió tanto a las importunidades de sus amigos que se abstuvo de hacer una declaración pública de sus sentimientos por un corto tiempo, durante el cual les explicó en privado la Epístola a los Romanos.* Pero su celo pronto rompió esta restricción.

Se consideró a sí mismo como un soldado enviado a una esperanza desesperada y resolvió caer en la brecha, confiando en que otros, animados por su ejemplo, avanzarían y asegurarían la victoria. Reanudando sus anteriores reproches de los errores y supersticiones reinantes, fue denunciado por segunda vez al Santo Oficio, que lo condenó a llevar un sambenito y a ser encarcelado de por vida. Cuando fue conducido, junto con otros penitentes, a la iglesia de San Salvador en Sevilla, para asistir a los oficios públicos en los días festivos, en lugar de exhibir las señales de dolor que se exigían a personas en su situación, no tuvo escrúpulos en dirigirse a los asistentes después del sermón y advertirles contra la doctrina errónea que habían oído del predicador, siempre que éste la consideraba contraria a la palabra de Dios.

Esto por sí solo habría sido considerado causa suficiente para condenarlo a las llamas; pero las razones ya mencionadas influyeron para salvarlo de ese destino.

Para librarse de la manera más silenciosa de un penitente tan problemático, los inquisidores llegaron a la resolución de confinarlo en un monasterio perteneciente a la ciudad de Sanlúcar, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, donde, apartado de toda sociedad, murió a la edad de cincuenta años. Su sambenito, que estaba colgado en la iglesia metropolitana de Sevilla, atrajo durante mucho tiempo la curiosidad por su extraordinario tamaño y por la * Montanus, p. 268. 118 inscripción que llevaba " Rodrigo Valera, ciudadano de Lebrija y Sevilla, apóstata y falso apóstol que pretendía ser enviado de Dios."*

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