sábado, 17 de agosto de 2024

LA PROCESIÓN DE LA INQUISICIÓN - 203-207

HISTORIA, PROGRESO Y SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA

SIGLO XVI.

 THOMAS McCRIE,

D. D. PAUL T. JONES, AGENTE EDITORIAL. 1842

203-207

Después de haber transcurrido casi dos años en los pasos anteriores, se consideró que había llegado el momento, según las ideas españolas de unidad de acción, de exhibir la última escena de la horrible tragedia.

 En consecuencia, el consejo del Supremo emitió órdenes para la celebración de autos de fe públicos, bajo la dirección de los diversos tribunales de la inquisición en todo el reino.

Los que tuvieron lugar en Sevilla y Valladolid fueron los más conocidos por la pompa con la que se solemnizaron y por el número y rango de las víctimas.

Antes de describirlos, puede ser apropiado dar al lector una idea general de la naturaleza de estas exhibiciones y el orden en el que se realizaban generalmente. Un auto de fe, o acto de fe, era particular o general.

En el auto particular, o autiilo, como se lo llama, el ofensor comparecía ante los inquisidores en su sala, ya sea solo o en presencia de un número selecto de testigos, y se le comunicaba su sentencia.

Un auto general, en el que se presentaba a un número de herejes, se realizaba con la más imponente solemnidad, y formaba una imitación de un antiguo triunfo romano, combinado con el juicio final.* Siempre se celebraba un domingo o día festivo, en la iglesia más grande, pero más frecuentemente en la plaza más espaciosa, de la ciudad en la que se realizaba.

Se hacía un anuncio público de antemano en todas las iglesias y casas religiosas del vecindario. Se requería la asistencia de las autoridades civiles, así como del clero, secular y regular; y, con vistas a atraer a la multitud, se proclamaba una indulgencia de cuarenta días a todos los que presenciaran las ceremonias del acto

**** La última semejanza mencionada se advierte en una carta escrita por un moro en España a un amigo en África, contándole los sufrimientos de sus compatriotas a causa de la Inquisición: "Después de esto se reúnen en la plaza de Hatabin, y allí habiendo erigido un gran escenario, hacen que todo se parezca al día del juicio; y el que se reconcilia con ellos es vestido con un manto amarillo, y los demás son llevados a las llamas con efigies y figuras horribles." (Mármol, Historia del Rebelión del Reyno de Granada, lib. iii. cap. 3.***

La noche anterior al auto, los presos que estaban penitentes y que iban a sufrir un castigo más leve que la muerte se reunieron, los hombres en un departamento de la prisión y las mujeres en otro, donde se les comunicaron sus respectivas sentencias.

A medianoche, un confesor entró en la celda de los prisioneros que fueron sentenciados a la hoguera y les comunicó por primera vez el destino que les esperaba, acompañando la intimación con fervientes exhortaciones para que se retractaran de sus errores y murieran reconciliados con la iglesia; en cuyo caso obtenían el favor de ser estrangulados antes de que sus cuerpos fueran entregados a las llamas.

 En tales ocasiones, a veces ocurrían las escenas más desgarradoras.

Temprano a la mañana siguiente, las campanas de todas las iglesias comenzaron a sonar, cuando Los funcionarios de la Inquisición se dirigieron a la prisión y, habiendo reunido a los prisioneros, los vistieron con los diversos trajes con los que debían presentarse en el espectáculo.

 Aquellos que fueron encontrados sospechosos de haber cometido un pequeño error fueron vestidos simplemente de negro. Los otros prisioneros llevaban un sambenito, o especie de chaleco suelto de tela amarilla, llamado zamarra en español.

 En el sambenito de los que iban a ser estrangulados se pintaron llamas que ardían hacia abajo, lo que los españoles llamaron fuego revolto, para dar a entender que habían escapado del fuego.

El sambenito de los que estaban condenados a ser quemados vivos estaba cubierto con figuras de llamas que ardían hacia arriba, alrededor de las cuales se pintaron diablos, llevando haces de leña o avivando el fuego.

Marcas similares de infamia aparecían en la gorra de cartón, llamada coroza, que se les ponía en la cabeza. Terminada esta ceremonia, se les pidió que participaran de un suntuoso desayuno, el cual, ante su negativa, fue devorado por los sirvientes de la cárcel.  Las personas que debían tomar parte en la ceremonia estaban reunidas en el patio de la prisión, y la procesión avanzaba, generalmente en el orden siguiente. Precedidos por una banda de soldados para despejar el camino, iban cierto número de sacerdotes con sus sobrepellices, acompañados por una compañía de jóvenes, como los muchachos del colegio de la Doctrina de Sevilla, que cantaban la liturgia en coros alternos.

 Los seguían los prisioneros, dispuestos en diferentes clases según los grados de sus supuestas delincuencias, colocándose los más culpables en último lugar, con antorchas apagadas o cruces en sus manos y ronzas colgadas de sus cuellos. Cada prisionero estaba custodiado por dos familiares y, además de esto, los que estaban condenados a muerte eran acompañados cada uno por dos frailes. Después de los prisioneros venían los magistrados locales, los jueces y los oficiales del estado, acompañados por un cortejo de nobles a caballo. A ellos les sucedieron los clérigos seculares y monásticos.

 A cierta distancia de éstos se veía avanzar, con lenta y solemne pompa, a los miembros del Santo Oficio, las personas que principalmente compartían el triunfo del día, precedidos por su fiscal, que llevaba el estandarte de la Inquisición, compuesto de damasco de seda roja, en el que se destacaban los nombres y las insignias del papa Sixto IV. y Fernando el Católico, los fundadores del tribunal, y coronado por un crucifijo de plata maciza, recubierto de oro, que era tenido en la más alta veneración por el populacho.

 Les seguían los familiares a caballo, formando su guardia personal, e incluyendo a muchos de los principales nobles del país como miembros honorarios. La procesión fue cerrada por una inmensa concurrencia del pueblo llano, que avanzó sin ningún orden regular. Llegados al lugar del auto, los inquisidores subían a la tribuna erigida para su recepción, y los prisioneros eran conducidos a otra que estaba situada frente a ella.

El servicio comenzaba con un sermón, predicado habitualmente por algún prelado distinguido; después del cual el secretario del tribunal leía las sentencias de los penitentes, quienes, de rodillas y con las manos impuestas sobre el misal, repetían sus confesiones.

El inquisidor presidente descendía entonces del trono en el que estaba sentado y, acercándose al altar, absolvía a los penitentes a culpa, dejándolos bajo la obligación de soportar los diversos castigos a los que habían sido condenados, ya consistieran en penitencias, destierro, azotes, trabajos forzados o prisión.

 Luego hizo jurar a todos los que estaban presentes en el espectáculo que vivirían y morirían en la comunión de la iglesia romana, y que defenderían y apoyarían, contra todos sus adversarios, el tribunal de la Santa Inquisición; durante cuya ceremonia se vio al pueblo de inmediato arrodillarse en las calles. Ahora venía la parte más trágica de la escena.

 

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