viernes, 16 de agosto de 2024

SUPRESIÓN DE LA REFORMA 188-192

HISTORIA, PROGRESO Y SUPRESIÓN DE LA REFORMA EN ESPAÑA

SIGLO XVI.

 THOMAS McCRIE,

D. D. PAUL T. JONES, AGENTE EDITORIAL. 1842

188-192

Cuando sólo tenía dieciséis años, Felipe dio prueba de su extrema devoción a la Inquisición y de los principios sobre los que se regía su futuro reinado.

En el año 1543, el marqués de Terranova, virrey de Sicilia, ordenó que dos familiares del Santo Oficio fueran llevados ante los tribunales ordinarios por ciertos delitos de los que eran culpables. Aunque esto estaba en perfecta conformidad con una ley que, a petición de los habitantes, Carlos V. había promulgado, suspendiendo durante diez años los poderes de los inquisidores para juzgar en tales causas dentro de la isla, sin embargo, los familiares presentaron una queja a Felipe, que actuaba entonces como regente de los dominios españoles, quien dirigió una carta al virrey, exhortándolo, como hijo obediente de la Iglesia, a dar satisfacción a los santos padres a quienes había ofendido.

 La consecuencia fue que el marqués, que era gran condestable y almirante de Nápoles, uno de los primeros pares de España y procedía de la estirpe real de Aragón, se sintió obligado a hacer penitencia en la iglesia del monasterio dominico y a pagar cien ducados a los comisarios de la Inquisición, cuyos vicios se había atrevido a corregir.* Durante la regencia del príncipe, los inquisidores españoles consiguieron en más de una ocasión la recuperación de aquellos poderes que habían sido suspendidos, por ser a la vez lesivos para las judicaturas civiles y para las libertades de los súbditos.! Durante la negociación de 1557 entre la corte de España y la sede romana, que terminó tan vergonzosamente para la primera, Felipe escribió a su general,

***l * Llorente, ii. 84-88. t Puigblanch, ii. 272. ***el duque de Alba, " que Roma era presa de grandes calamidades en el momento de su nacimiento, y sería incorrecto en él someterla a males similares al comienzo de su reinado; por lo tanto, era su voluntad que la paz se concluyera rápidamente en términos que no deshonraran de ninguna manera a su Santidad; porque prefería desprenderse de los derechos de su corona que tocar en el más mínimo grado los de la Santa Sede."*

 En cumplimiento de estas instrucciones, Alba, como virrey de Nápoles, se vio obligado a caer de rodillas y, en su propio nombre, así como en el de su señor y el emperador, pedir perdón al papa por todas las ofensas especificadas en el tratado de paz; por lo que fueron absueltos de las censuras en las que respectivamente habían incurrido.

Terminada esta ceremonia, el altivo y complacido pontífice, volviéndose a los cardenales, les dijo "que ahora había rendido a la Santa Sede el servicio más importante que jamás recibiría; y que el ejemplo que el monarca español acababa de dar enseñaría a los papas de ahora en adelante cómo humillar el orgullo de los reyes, que no sabían el alcance de esa obediencia que legítimamente debían a los jefes de la Iglesia. "Con buena razón Carlos V. pudo decir en su testamento, al dejar su último encargo de extirpar la herejía, "que estaba persuadido de que el rey su hijo usaría todos los esfuerzos posibles para aplastar tan gran mal con toda la severidad y prontitud que requería.";}: Pablo IV. accedió con la mayor disposición a las solicitudes que ahora le dirigía * Felipe no carecía de precedentes en el uso de ese lenguaje. Cuando los diputados de Aragón pidieron una reforma de la Inquisición, Carlos V respondió que, "en ningún caso, olvidaría su alma y que perdería parte de sus dominios antes que permitir que se hiciera en ellos algo contrario al honor de Dios o a la autoridad del Santo Oficio". (Dormer, Anales de Aragón, lib. i. cap. 26: Puigblanch, ii. 266, 267.)

 Se dice que el duque de Alba, que se había retirado antes de este discurso, cuando fue informado de él, dijo que si él hubiera sido Felipe II, el cardenal Caraffa (Pablo IV) habría venido a Bruselas y habría rendido a los pies del rey de España la misma reverencia que él, como virrey, había rendido ante el Papa.********* (Llorente, ii. 181-183.) t Sandoval, Historia de la Vida y Hechos del Emperador Carlos V. Tomo. ii. pag. 881. ******Felipe, de acuerdo con Valdés, el inquisidor general, pidió que se ampliara la autoridad del Santo Oficio para que pudiera lograr la condena de los herejes que estaban en prisión y arrestar y condenar a otros. El 15 de febrero de 1558, emitió un breve sumario, renovando todas las decisiones de los concilios y los soberanos pontífices contra los herejes y cismáticos; declarando que esta medida se hacía necesaria por la información que había recibido del progreso diario y creciente de la herejía; y encargando a Valdés que persiguiera a los culpables y les infligiera los castigos decretados por las constituciones, particularmente el que los privaba de todas sus dignidades y funciones, "ya fuesen obispos, arzobispos, patriarcas, cardenales o legados, barones, condes, marqueses, duques, príncipes, reyes o emperadores".*

Este amplio expediente, de cuya ejecución nadie estaba exento excepto Su Santidad, se hizo público en España con la aprobación del monarca, poco después de que él mismo y su padre habían sido amenazados con la excomunión y el destronamiento.

 Valdés, en concurrencia con el consejo del Supremo, preparó instrucciones para todos los tribunales de la Inquisición, ordenándoles, entre otras cosas, que buscaran libros heréticos y que hicieran un auto de fe público de los que descubrieran, incluyendo muchas obras no mencionadas en ningún índice de prohibiciones anterior.

Esta fue también la época de esa terrible ley de Felipe que ordenaba la pena de muerte, con confiscación de bienes, contra todos los que vendieran, compraran, leyeran o poseyeran cualquier libro prohibido por el Santo Oficio.:]:

 Para sacar a los pobres herejes de sus escondites, y arrojarlos a las redes de este sangriento estatuto, Paulo IV, el 6 de enero de 1559, emitió una bula, ordenando a todos los confesores que examinaran estrictamente a sus penitentes de cualquier rango, desde el más bajo hasta el de cardenal o rey, y que les encargaran denunciar todos a quienes sabían que eran culpables de este delito, bajo pena de la excomunión mayor, de la cual ** Llorente, ii. 183, 184. t Ibid, i. 468. I Ibid. p. 470nadie sino el papa o el inquisidor general podía re liberarlos; y sometiendo a los confesores que descuidaban este deber al mismo castigo que se amenazaba contra sus penitentes.*

 Al día siguiente el papa declaró, en pleno consistorio, que la herejía de Lutero y otros innovadores se estaba propagando en España, y tenía razones para sospechar que había sido abrazada por algunos obispos; Por lo cual autorizó al gran inquisidor, durante dos años a partir de ese día, a realizar una investigación sobre todos los obispos, arzobispos, patriarcas y primados de ese reino, para comenzar sus procesos y, en caso de que tuviera motivos para sospechar que tenían la intención de escapar, para apresarles y detenerlos, con la condición de que diera aviso de esto inmediatamente al soberano pontífice y transportara a los prisioneros, lo antes posible, a Roma. t

Como si estas medidas no hubieran sido calculadas lo suficientemente para multiplicar las denuncias, Felipe las secundó con un edicto que renovaba una ordenanza real, que había caído en desuso o había sido suspendida, y que daba derecho a los informantes a la cuarta parte de la propiedad de los encontrados culpables de herejía. 4 Pero el código de leyes existente, incluso después de que se restablecieran las que habían sido deshabilitadas u olvidadas durante mucho tiempo, era demasiado suave para los gobernantes de este período.

 Se promulgaron estatutos aún más bárbaros e injustos. A petición de Felipe y Valdés, el Papa, ell 4 de febrero de 1559, emitió un breve, autorizando al consejo del Supremo, en derogación de las leyes vigentes de la Inquisición, a entregar al brazo secular a aquellos que fueran convictos de haber enseñado las opiniones luteranas, aunque no hubieran recaído, y estuvieran dispuestos a retractarse. Se ha observado con justicia que, aunque la historia no hubiera tenido nada más que reprochar a Felipe II y al inquisidor general Valdés que haber solicitado esta bula, hubiera sido suficiente para consignar sus nombres a la infamia. Ni Fernando V y Torquemada, ni Carlos V y Manríquez, habían llevado el asunto tan lejos.

**** * Llorente, i. 471. t Ibid. iii. 228. t Ibid. ii. 216-7.**** No se les ocurrió jamás quemar vivos ni sujetar a la pena capital a personas que fueran convictas de haber caído en la herejía por primera vez y confesaran sus errores; ni se creyeron autorizados a llegar a ese extremo por la sospecha de que tales confesiones estuvieran dictadas por el miedo a la muerte.

Esta fue la última invención de la tiranía, inflamada hasta la locura por el odio y el temor a la verdad. Si fuera necesario señalar agravantes de esta iniquidad, podríamos decir que el castigo se infligía por acciones realizadas antes de que se promulgara la ley; y que se aplicaba sin rubor a quienes habían estado mucho tiempo encerrados en las celdas de la Inquisición

 

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